Memoria colectiva: que es ser madre- la increible historia de Stanislawa Leszczynska










En el campo de concentración de Auschwitz, el epicentro del exterminio nazi, una prisionera dio vida a 3.000 recién nacidos. Era la comadrona que traía al mundo a los hijos de los presos entre los sucios barracones.

Se llamaba Stanislawa Leszczynska, pero todos la llamaban 'Madre', con mayúscula. Porque, en parte, esos miles de hijos eran también suyos. 3.000 niños nacieron en las peores condiciones imaginables, pero todos sobrevivieron mientras ella los cuidó. Muchos de los niños que Stanislawa trajo al mundo fueron eliminados. Otros tuvieron la suerte de terminar en un orfanato, y estos crecieron con una pequeña marca en el antebrazo. No sabían que ese tatuaje era obra de Stanislawa, ni que era la única manera para reencontrarse con sus madres.

Antes de ser prisionera, Stanislawa era una comadrona polaca que recorría kilómetros para ayudar a las madres a dar a luz. En 1943 fue capturada por el ejército alemán y llevada a Auschwitz, donde siguió con su trabajo en condiciones que nunca imaginó.

No había en Auschwitz una sola concesión para los prisioneros, y por tanto no había antisépticos, ropa limpia ni herramientas básicas para dar a luz. Stanislawa reservó la zona más cercana a la estufa en el barracón de los enfermos, donde se construyó su pequeña sala de partos.

La 'Madre de todos' jugaba siempre con una sola carta: las madres debían recuperarse rápido del parto, de lo contrario, irían a la cámara de gas. El reto verdadero no era salvar a las madres, sino a sus hijos. Los partos de Stanislawa eran un éxito, pero los nazis no tenían ningún interés en que así fuera. En un campo de trabajo, los bebés son una carga.

Así que las autoridades del campo pidieron a Stanislawa que se llevara a todo recién nacido y lo ahogara en un barril. Arriesgando su propia vida, Stanislawa se negó a matar a los bebés.

Los nazis encargaron esa horrible labor a la Hermana Klara, una alemana que había sido encarcelada anteriormente por infanticidio. Klara, junto con una prostituta llamada Pfani, se encargó de ahogar a unos 1.000 recién nacidos en Auschwitz.

Lo más normal en Auschwitz era morir de una manera u otra, pero Stanislawa continuó con su sublevación por la vida.

Empezó a marcar a los bebés de 'raza aria' con un pequeño tatuaje en el antebrazo. La 'Madre' de Auschwitz organizó un sistema para que las mujeres sanas amamantaran a los hijos de las madres enfermas, o de las que estaban demasiado desnutridas para dar leche.

También pidió a las madres que sacrificaran su ración de pan varias semanas antes de tener al niño, para obtener a cambio sábanas que harían de pañales. Porque, cuando no había sábanas, los envolvían en papel sucio. Pronto Stanislawa realizó un esfuerzo aún mayor: tatuar a los recién nacidos como única garantía de que sus madres los volverían a ver.

Los nazis dejaron de matar en 1943 a los niños que nacían en el campo, siempre que tuvieran los rasgos de la 'raza aria'. Su nueva política fue simplemente separarlos de su madre y enviarlos a algún orfanato, donde muchos serían adoptados por familias alemanas.

Stanislawa empezó a marcar a los bebés que eran blancos, rubios y con ojos azules, con un pequeño tatuaje, apenas perceptible, en el antebrazo.

Gracias a los tatuajes, las madres que sobrevivieran al exterminio podrían buscar y distinguir a cientos de hijos extraviados, que quizá se criaron en una familia alemana mientras se preguntaban qué significaba aquella extraña marca.

Stanislawa sobrevivió a Auschwitz y, tras la liberación del campo en 1945, se reunió con sus tres hijos biológicos.

La mujer a la que todos conocían como Madre fue, en realidad, madre de miles de niños que nacieron en el peor lugar del mundo donde se puede nacer.

Stanislawa fue, sin duda, la gran comadrona de Auschwitz y una de las pocas que mantenía viva la esperanza. En sus manos nunca murió ninguno de los más de 3.000 bebés que trajo al mundo.

Cuando lo normal era morir, ella se sublevó por la vida.
Stanislawa Zambrzyska nació en 1.896 en Lodz (Polonia), en el barrio de Balutyse. Se casó con Bronislaw Leszczynski en 1.916 y tuvieron dos hijos y una hija. En 1922, se graduó en una escuela de matronas y comenzó a trabajar en los distritos más pobres de Lodz. Vivía una profunda vida religiosa


En Polonia, antes de la guerra, los partos se hacían generalmente en el hogar. Stanislawa estaba siempre disponible, recorriendo a pié muchos kilómetros a los hogares de las mujeres que ayudó a dar a luz. Sus hijos recuerdan que trabajó a menudo durante la noche, pero nunca dormía durante el día. Le encantaba su trabajo y nunca se quejó.

El 18 de febrero de 1.943, es detenida junto a sus 3 hijos. Sus 2 hijos son enviados a trabajar a las canteras de Mauthausen, y ella y su hija Sylvia son enviadas al campo de Auschwitz donde llegaron el 17 de abril de 1.943, y recibieron tatuado en su brazo, como recuerdo, los números 41335 y 41336. Les quitaron sus posesiones, la ropa, las afeitaron, y les dieron el uniforme de rayas, lleno de piojos. Sylvia recuerda que recibió dos zapatos izquierdos y algo de ropa interior.

Stanislawa pasó dos años en los barracones de mujeres, trabajando como partera en tres de ellos. Estaban en barracas de madera de unos 40 metros de largo, con un único calentador de ladrillo que rara vez se encendía, con literas de madera a los lados infestadas de insectos en las que dormían 3 o 4 mujeres en cada una, y el suelo cubierto de agua.
Las 30 literas más cercanas a la estufa es lo que llamó la sala de maternidad, porque no había ningún otro sitio para tal efecto.
El bloque estaba dominado por las infecciones, mal olor y todo tipo de insectos. Las ratas fueron abundantes. Las víctimas de los ratones no eran sólo las mujeres sino también los recién nacidos enfermos . Hubo un promedio de 1.000 a 1.200 pacientes en cada sección. De estos, al menos una docena morían cada día. En esas condiciones, la suerte de las mujeres durante el parto era trágica, y el papel de la comadrona muy difícil. No había vendas, antisépticos ni otros medicamentos más que una pequeña cantidad de aspirina. La comida consistía principalmente en verduras podridas cocidas.


Inicialmente, Stanislawa estuvo sola. Más tarde, fue asistida por  otros médicos, presos también.
La estufa apagada se utilizaba a menudo como la mesa de partos. Y para obtener una hoja para hacer pañales y un poco de ropa para el bebé, una mujer tuvo que renunciar a su ración de pan por un tiempo (un gran sacrificio para una mujer que ya estaba muerta de hambre). Para empeorar las cosas, no había agua corriente lo que hizo que el lavado de los pañales fuera muy arriesgado, porque los presos no estaban autorizados a circular libremente en el campo. El lavado tenía que hacerse de forma subrepticia. Para secarlos, se los ponían en la espalda o en los muslos. No había comida o leche para bebés. Pero el abandono puro y simple, aparentemente no fueron suficientes para los administradores del campo, y emplearon presos criminales para deshacerse de los bebés.
Hasta 1943 todos los bebés nacidos en Auschwitz fueron inmediatamente ahogados en un barril. Antes de llegar Stanislawa, esto lo hizo una partera alemana, conocida como la hermana Klara, que había sido encarcelada por el delito de infanticidio, y cuando llegó Stanislawa, la informó de que cada niño sería declarado muerto, dejándole la responsabilidad de deshacerse del cuerpo, algo que ella no hizo, y por lo que Schwester Klara le golpeó en la cabeza.
Las mujeres eran necesarias para trabajar en el campo, pero los niños suponían una molesta carga.
 A continuación, fue llamada por Mengele, el médico de la SS que le ordenó la práctica del infanticidio si quería sobrevivir, y cuál fue su sorpresa cuando aquella mujer pequeña y débil le respondió a la cara "No, nunca". Mengele se le acercó y comenzó a hablar de que Auschwitz no era una casa de huéspedes, amenazándola que si él veía pañales se castigaba con la muerte. Stanislawa le respondió que no tenía permitido matar a los niños, porque sabía que era médico, y había hecho el juramento. Argumentó como pudo. Nadie sabe explicar por qué no fue asesinada en ese mismo momento. Stanislava recordaba que como ella siempre miraba hacia abajo, veía las grandes botas de Menguele ir y venir furioso por su negativa, mientras gritaba "Es una orden", y uno de sus hijos llega a plantearse si en este momento Menguele no estaría intentando justificar su orden de matar a los bebes, puesto que al fin y al cabo era un médico. El caso es que no levantó la mano en ningún momento (ni entonces, ni después) contra Stanislawa, e incluso en una ocasión, entró en la sala de maternidad y le dijo: "Mutti (mami) hoy has ganado mucho dinero, tendrás que pagar una cerveza". Sin duda Menguele sabia que Stanislawa era tratada como una madre por las presas, y la llamaban así.
En 1.943, esta política cambió ligeramente y algunos bebes rubios, de ojos azules, fueron enviados a un centro para su adopción por padres alemanes o a un orfanato. Con la esperanza de que las madres pudieran recuperar a sus hijos en el futuro, les hacia a los niños un tatuaje que no podían identificar los SS, con lo que muchas madres se sentían reconfortadas por la idea de poder encontrar algún día la felicidad perdida. El destino de los niños que permanecían en el campo había mejorado algo, los niños morían lentamente, pero de desnutrición porque las madres no tenían casi leche.
 Durante su cautiverio, Stanislawa ayudó a dar a luz a 3.000 bebés, pero había algo aún más extraordinario que tratar de hacerlo en medio de condiciones tan adversas, tuvo un solo caso de muerte, o entre las madres, o entre los recién nacidos, ("todos los bebés nacieron vivos. Su objetivo es vivir") y Stanislawa lo atribuía al hecho de que "los cuerpos estaban mal alimentados y demasiado secos para las bacterias", sin embargo, sus hijos y sus compañeros de prisión lo atribuyen a causas milagrosas, más allá de lo natural.
Stanislawa afirmaba que todos los niños eran de Jesús y su Reino. Cuando un bebé nacía, una de las primeras cosas que hacía era bautizarlo. María Oyrzynska, una de las madres que sobrevivieron, años más tarde, habló de un momento en que ella había ayudado a Stanislawa con un parto: "Madre tomó al niño con amor, lo envolvió en papel y una manta, y dijo: Ahora lo más importante, vamos a bautizar al niño. Y lo hizo. "

Un médico, Elzbieta Pawlowska, también presa en el campo, dijo, "Stanislawa fue capaz de organizar sus oraciones en forma tal que hizo participar a otros. Nos sentábamos en las literas. Madre comenzaba una oración y luego cantábamos. Cantábamos en voz muy baja, porque no era posible de otra manera, pero todo estaba tranquilo. Había una atmósfera que fue capaz de crear. Las mujeres rusas de las salas cercanas a veces se nos unieron. "
María Saloman, superviviente, dijo: "Durante semanas, ella nunca tuvo la oportunidad de acostarse. A veces se sentaba junto a un paciente en la calefacción, dormía un momento, pero enseguida se levantaba de un salto y corría a una de las mujeres gimiendo.... Cuando la señora Leszczynska se acercó a mí la primera vez, yo supe que todo estaría bien. No sé por qué, pero así era. Mi bebé consiguió sobrevivir los tres últimos meses en el campo, pero parecía condenada a morir de hambre. Yo estaba totalmente desprovista de leche. "Madre" de alguna forma encontró a dos mujeres como nodrizas de mi bebé, una estonia y una rusa. A día de hoy no sé a qué precio. Mi Liz le debe su vida a Stanislawa Leszczynska. No puedo pensar en ella sin lágrimas en los ojos. "
La enfermedad que afectaba a la mayoría de los presos era la disentería, y una vez Stanislawa enfermó de esta enfermedad. Ella contaba que "el incidente de la fiebre tifoidea era, en la medida de lo posible, oculto a los médicos del campo, y por escrito por lo general, en la lista de pacientes, se ponía que el paciente tenía" gripe ", ya que los pacientes con fiebre tifoidea fueron inmediatamente liquidados...".
De los 3.000 bebés que ayudó a nacer, se estima que la mitad fueron ahogados por los alemanes, más de 1.000 murieron de hambre y de frío y poco más de 30 consiguieron salir adelante y sobrevivir hasta la liberación. Aquellos que nacieron con la piel más clara y los ojos azules, unos 150 bebés, fueron arrebatados a sus madres para ser entregados a familias u orfanatos alemanes.

 Después de la guerra, Stanislawa regresó a su trabajo como matrona en Lodz. Aunque su marido había muerto en el levantamiento de Varsovia, todos sus hijos sobrevivieron.
Como prueba de la profunda humildad de Stanislawa, le dio poca atención a su extraordinaria labor, nunca pensó en lo que ella hizo como heroico o inusual. En cambio, habló y alabó los esfuerzos heroicos y la compasión de los médicos presos, con quien trabajó, habló de "la grandeza de los médicos, su devoción, no trabajan por la fama, la aprobación o para lograr sus ambiciones de carrera. Todas estas razones se dejaron de lado. Es sólo el deber médico para salvar vidas en todos los casos y situaciones, junto con la compasión por el sufrimiento humano "


Desde su muerte, en 1.974, las peregrinaciones a la tumba de  Stanislawa son constantes, mientras se aguarda su proceso de beatificación.

 “Si en mi patria madurasen tendencias orientadas contra la vida, yo confío en la voz de todas las parteras, de todas las madres y padres honestos, de todos los ciudadanos honestos, en defensa de la vida y de los derechos del niño” - Stanislawa Leszczynska

La mujer que tuvo 3.000 hijos y los diferenció con tatuajes
La increíble historia de la mujer que ayudaba a nacer a los bebés en Auschwitz
Por: Guiem Alba, martes 14 de abril de 2015

En el campo de concentración de Auschwitz, el epicentro del exterminio nazi,una prisionera dio vida a 3.000 recién nacidos. Era la comadrona que traía al mundo a los hijos de los presos entre los sucios barracones.
Se llamaba Stanislawa Leszczynska, pero todos la llamaban 'Madre', con mayúscula. Porque, en parte, esos miles de hijos eran también suyos.
Esta es la historia de la mujer que trajo la vida a la ciudad de la muerte.
3.000 niños nacieron en las peores condiciones imaginables, pero todos sobrevivieron mientras ella los cuidó
Muchos de los niños que Stanislawa trajo al mundo fueron eliminados.
Otros tuvieron la suerte de terminar en un orfanato, y estos crecieron con una pequeña marca en el antebrazo. No sabían que ese tatuaje era obra de Stanislawa, ni que era la única manera para reencontrarse con sus madres.

Antes de ser prisionera, Stanislawa era una comadrona polaca que recorría kilómetros para ayudar a las madres a dar a luz. En 1943 fue capturada por el ejército alemán y llevada a Auschwitz, donde siguió con su trabajo en condiciones que nunca imaginó.
No había en Auschwitz una sola concesión para los prisioneros, y por tanto no había antisépticos, ropa limpia ni herramientas básicas para dar a luz.Stanislawa reservó la zona más cercana a la estufa en el barracón de los enfermos, donde se construyó su pequeña sala de partos.
La 'Madre de todos' jugaba siempre con una sola carta: las madres debían recuperarse rápido del parto, de lo contrario, irían a la cámara de gas.
Todas las madres la llamaban 'Madre', con mayúscula
El reto verdadero no era salvar a las madres, sino a sus hijos. Los partos de Stanislawa eran un éxito, pero los nazis no tenían ningún interés en que así fuera. En un campo de trabajo, los bebés son una carga.
Así que las autoridades del campo pidieron a Stanislawa que se llevara a todo recién nacido y lo ahogara en un barril.

Arriesgando su propia vida, Stanislawa se negó a matar a los bebés.
Los nazis encargaron esa horrible labor a la Hermana Klara, una alemana que había sido encarcelada anteriormente por infanticidio. Klara, junto con una prostituta llamada Pfani, se encargó de ahogar a unos 1.000 recién nacidos en Auschwitz.
Lo más normal en Auschwitz era morir de una manera u otra, pero Stanislawa continuó con su sublevación por la vida.
Empezó a marcar a los bebés de 'raza aria' con un pequeño tatuaje en el antebrazo
La 'Madre' de Auschwitz organizó un sistema para que las mujeres sanas amamantaran a los hijos de las madres enfermas, o de las que estaban demasiado desnutridas para dar leche.
También pidió a las madres que sacrificaran su ración de pan varias semanas antes de tener al niño, para obtener a cambio sábanas que harían de pañales. Porque, cuando no había sábanas, los envolvían en papel sucio.
Pronto Stanislawa realizó un esfuerzo aún mayor: tatuar a los recién nacidos como única garantía de que sus madres los volverían a ver.

Los nazis dejaron de matar en 1943 a los niños que nacían en el campo, siempre que tuvieran los rasgos de la 'raza aria'. Su nueva política fue simplemente separarlos de su madre y enviarlos a algún orfanato, donde muchos serían adoptados por familias alemanas.
Stanislawa empezó a marcar a los bebés que eran blancos, rubios y con ojos azules, con un pequeño tatuaje, apenas perceptible, en el antebrazo.
Gracias a los tatuajes, las madres que sobrevivieran al exterminio podrían buscar y distinguir a cientos de hijos extraviados, que quizá se criaron en una familia alemana mientras se preguntaban qué significaba aquella extraña marca.

Stanislawa sobrevivió a Auschwitz y, tras la liberación del campo en 1945, se reunió con sus tres hijos biológicos.
La mujer a la que todos conocían como Madre fue, en realidad, madre de miles de niños que nacieron en el peor lugar del mundo donde se puede nacer.
Stanislawa fue, sin duda, la gran comadrona de Auschwitz y una de las pocas que mantenía viva la esperanza. En sus manos nunca murió ninguno de los más de 3.000 bebés que trajo al mundo.
Cuando lo normal era morir, ella se sublevó por la vida

del sitio:
http://losmensajesdeclioyotrashistorias.blogspot.co.il/2015/05/stanislawa-leszczynska.html




Ana Vinocur y la supervivencia de la sonrisa





Descubrí a Ana Vinocur, gracias a mi entrañable amiga y colega Esperanza Titler.
Ana fue una mujer judía polaca que sobrevivió al Holocausto habiendo padecido en los campos de concentración, con una actitud que la acompañó de por vida y que marca una diferencia y embellece a nuestra humanidad, a pesar de la experiencia inenarrable de los campos de exterminio y del reinventarse que implica emigrar, una vez eliminada la hegemonía del regimen nazi. El ejemplo y el relato de Ana  iluminan nuestras tribulaciones frente al incógnito, al miedo y al dolor. Su dimensión supera al testimonio de una sobreviviente audaz y vibrante: su perfil resuena en el corazón de los lectores con cada relectura.

A continuación, las páginas 135 a 140 y la biografía de contratapa de su libro Sin título


 








Migration- Theodore Van Houten

Theodore Van Houten is a Dutch-British writer, journalist, musicologist, translator, producer, Radio/TV program-maker and expert in silent movies.



My parents met by chance during their summer holiday. In August 1937 my mother would be 21, and her trip to Interlaken, Switzerland, was her first holiday spent abroad and independent from her parents. She was born in Edinburgh, Scotland, in a flat overlooking the ‘Meadows’ at Lonsdale Terrace, and still lived there when she first visited Switzerland. She devoted her time to her music, she was a cellist, her work as a civil servant, and took care of her father, who suffered from a cardiac disease.
At the time my father, Taco, who was born in the most northern province of the Netherlands, Groningen, lived in Wageningen. There his father was a famous lecturer on agricultural and landscape architecture at the Agricultural University. My father studied in Amsterdam: theology, philosophy and history, and mastered several languages including Hebrew, Greek and Latin. When he met my mother in the neutral area of the Interlaken open air swimming pool, he was 23.
Although initially he fancied a friend of my mother, her travel companion, also from Edinburgh, he fell in love with Sara. It was a holiday romance, but not one that was forgotten already on the train back home. He promised to visit Sara in Edinburgh and so he did. He came from a family consisting of parents and four boys. My mother came from a family of parents and four girls. Thus there was a difference in family culture, and in national culture. My father took a liking to my Scottish grandfather, a highly talented and musically gifted man, who had a brilliant business career, although – as an illegitimate – he had not been allowed to enter university. One of my aunts took the secret of his ancestry to the grave. Apparently he descended from a bastard child of a very, very famous Romantic Scottish writer. His name was James Lockhart. He was a real gentleman, brought up by a church minister. His mother was an Irish woman of rather ill repute, her name was Mary Gallagher. My father was not that keen on the strong personality of my grandmother, Sara Elizabeth Thomson Lockhart. Her father had been a see captain in the merchant navy and sailed from Leith (Edinburgh) to Odessa. He used to export or import horses, but did not live to be 50. If the family was not in the merchant navy (Thomson), whisky production and trade (Thomson) or cork (Currie) they could be in other careers. There had been a Charles Thomson, who was a commander (admiral) of the Royal Navy in the mid-nineteenth century. He was the ‘hero of the battle of Gibail (Byblos, Lebanon)’, and that gave him his rank.

My grandmother in Lonsdale Terrace definitely steered her household. My mother’s three sisters had already flown the nest. Dorothy was married to a war-invalid, Jim Don, a wealthy jute trader. Jean, later a well-known BBC radio producer, chaperoned the youngest daughter of the family. She was a child prodigy, Elizabeth, and studied the violin with Carl Flesch in Belgium and Cologne, where she once saw ‘Mister Hitler’ in a parade. My mother was the only girl left in Edinburgh. Her sisters called her ‘Mousie’. She was the only one of the four who had children, and she outlived all the others, even Elizabeth, who was almost five years younger.
My mother could be an au pair and she soon moved to Holland. In a place not far from Wageningen she stayed at a wealthy family to teach the boys proper English. She once thoughtlessly told the family that her father would send her money for Christmas. One of the boys awaited the postman every morning, got hold of the Scottish envelope, and changed the contents into Dutch guilders at a bank in Arnhem. The bank thought it suspicious and notified the police. The boy was arrested but later became a university professor of law. After this scandal my father’s elder brother Klaas, a publisher and a bully of a man, went to pick up Sara. She then lived with my grandparents in Wageningen. They taught her to speak Dutch, but with a strong northern (Groningen) accent. It took a long time for her to adjust to ‘proper’ King’s Dutch. She had to be discouraged to the use the Groningen accent she had just naturally acquired. As an au-pair she was once present at some kind of party of snobs with hyphenated names. One of the families was very proud, because their son was a naval cadet in uniform, with cap and epaulets, and he was presented as their golden boy. My mother could not help her remark: ‘We had somebody at sea in our family as well..’ ‘In the merchant service, I suppose’, the cadet’s mother said.
‘No’, my mother replied: ‘Admiral of the Royal Navy’.

Taco and Sara were engaged, as was still the habit, and had plans to get married as soon as Taco had graduated. On 10 May 1940, immaculately dressed in black tie, he waited at the Wageningen railway station for the train to Amsterdam, for his final exam. That day he would take his degree as a theologian from the (Protestant) Amsterdam Free University. But the train did not come. The Germans had invaded Holland that night, and until the 14th of  May a war was fought out. Nazi bombers destroyed the centre of the city of Rotterdam on 14 May, and the Dutch army capitulated the following day. By then the queen and government had already fled to London.

My mother was still a British subject. Anyone in Holland carrying a British, Belgian or French passport was seen as an enemy of Nazi-Germany, and had to report at an internment camp. For British women this was camp Schoorl, north of Amsterdam. It housed many POW’s, including a group of forty British women, many of them artists and circus people that were on tour in Holland at the time of the German invasion.
For my mother there was only one way to acquire Dutch citizenship and avoid incarceration: getting married to my father before the end of May. When still under 30, at the time one could not get married without the parents’ permission. My mothers parents were in Scotland and in no way to be reached. Through the Arnhem Public Prosecutor dispensation was arranged and my parent got married on 21 May 1940, in the bicycle shed of the Wageningen town hall, which had been bombed.
My father soon graduated and the couple lived in Culemborg, Leiden and Amsterdam-North where my father was assistant-minister, student pastor and church minister respectively. Because of my mothers double nationality the authorities kept an eye on the couple, and my father could not do much in the resistant movement. The couple had two children during the war. A girl was born in April 1942 and a boy in August 1944. Both children were seriously ill. My sister always blamed her many health problems to the German occupation during which she grew up. She was just three years old when the war ended. In the last war winter the Germans cut Amsterdam off from food supplies, causing my brother’s rachitis. My mother herself suffered from scurvy during the last war years. She also lost her pre-war weight, to never regain it again.
In the first years after the war the family lived in Britsum, a very small village in Friesland, the Northern province of milk and healthy food. A second girl was born here in July 1947, and she was a blooming baby. My mother had not been back to Scotland for years. In 1943 she received a Red Cross telegram with the sad message that her father had died from angina pectoris at 62. Not too far from Britsum was the port of Harlingen, from where coasters used to sail to Leith or Edinburgh. She contacted the company and before long she sailed with Captain Eijs to Scotland, where her mother and eldest sister awaited her. She was born in a metropole. After years in a small rural Frysian village she was longing back for Princes Street, Edinburgh castle, the tea rooms and bag pipes. First she had two children with her, so it was probably somewhere in 1946. When my grandmother pushed a pram through Edinburgh and was asked what was in it, she said: ‘A pair of blooming foreigners.’
From then on – until 1960 – my mother would travel along on coasters from Harlingen and later Rotterdam to Edinburgh. Usually in September, when it was her mother’s birthday. She always liked to travel, and she probably went over twice a year, to stay away for quite a while. A month was no exception. The shipping companies did not or hardly charge her anything for the trips. It was clandestine. As we sailed into Scotland we were to stay in our cabins and should not be seen aboard. There was something illegal about it, but we were never bothered.
In 1950 the family moved to Aalsmeer, horticultural centre of the world. The family was ‘complete’ so to speak. In five years time three children had arrived. And five years after that I arrived, too late to be of any use. My sister Liz, ten years my senior, took part in my upbringing and taught me reading and counting and so on. When my mother went to Scotland, the (other) children were mostly taken care of by members of my father’s Reformed Church congregation.
Probably in 1953 it was my first turn to cross the North Sea to that Utopia called Edinburgh, where my aunt Dorothy and her widowed mother lived in a large house at Queensferry Road, leading to the famous Firth of Forth railway bridge. Our neighbors across the road, the Eveleens family, provided us with a large brown cardboard flower export box, that was to be my carry-cot.
I traveled with my mother from Rotterdam to Edinburgh each year once or twice between 1953 and the early sixties. When I first flew – with a Polish Lot airplane full of refugees – it was the last flight allowed to depart from Amsterdam airport because of the snow conditions. This was shortly before Christmas 1962, and my Granny and aunt Dorothy by then had moved down to Sussex.
The Rotterdam-Edinburgh crossing took three days. I remember when I was six (1958) or seven (1959) we once found ourselves in a raging storm over the Dogger Bank. The coaster (either Midsland, Gaasterland, or Nieuwland) disappeared in a huge wave, and I felt this was the end of me. I was very seasick and even went to the ship’s railing feeling the rage, salt and foam of nature. I was allowed there, and on the bridge, while my school mates in Aalsmeer were vast asleep and off for school in the morning. My mother did not care about that much, that I missed school. It did cause some trouble however with the school inspection. We would stay in Edinburgh and go shopping, to McVitties or the George Street Book Store tea room, visit the castle, all sorts of friends – always ladies – and no school or church to be seen. We went to auctions where my mother would get bargains that had to come home with us by boat. Our Robert Westphal Berlin piano had been given to us by Granny, and had come over by boat, before I was born.

Life was altogether different in Scotland. Dogs and cats would sleep in our beds and I loved the dogs. I had to behave like a prince in brown shiny Clark shoes, in sailor’s suit, sailor’s cap reading HMS Claverhouse, and a white cord and a whistle. My school mates in Holland wore overalls, boots or wooden shoes. When I was six or seven my mother took me to a clockmaker, Mr. Penny, in a small narrow street just before the Edinburgh Castle parade square. His workshop was full of clocks and springs. He wore an eye glass to look into the mysterious worlds of clockwork. Mr. Penny was kind. Apparently my aunt Dorothy was a good customer. He gave my me first watch. It was probably American, as its face showed the American popular hero from the southern states Davy Crockett, wearing his famous fur hat. When I returned to school in Aalsmeer – I was seven or eight – I was the only pupil there (out of  300)  who could tell the clock. A 3rd grade teacher, Mrs. Hansma, would regularly send me to the central hall of the school where a large clock was: ‘Go and see what time it is.’ I was the only one in school who could do that. In the fifties children did not sport watches. Moreover, I was the only one in school who could speak English. I was certainly a bit of an outsider, being half-foreign, the smallest boy in the school, on Clark shoes.
When we were in Scotland churches did not seem to exist. We never went there anyway, while in Aalsmeer it was compulsory.
Everything was so different in Scotland, it was ‘a country full of aunties’. There were hills there, and we would pick nick in the Pentlands, where the crystal clear streams contained small fish swimming against the flow in extremely cold water. We drank tea a lot, and Granny would add ‘a mickle’ or ‘a muckle’ of sugar to every dish she prepared. Aunt Dorothy would bake delicious pancakes and scones on the Aga, and we would watch Robin Hood on the little TV there was. We had no telly at home yet.
There seemed to be money for everything. I was named after my aunt Dorothy, but she had not much experience with children, other than her three younger sisters. She was active in the Tory party and a very generous person. If I would stand before a toy-shop and study the shop window, she would already walk in to buy me the whole stock, so to speak. We were once taken by a Rolls-Royce to meet the Lord Provost of Edinburgh, and I had to behave as good and as silent as gold. There were no churches, no schools, no friends. Edinburgh seemed to consist only of shops, parks, tearooms and auctions. I remember we once visited a family that had a man in it. He took me up to his attic, occupied entirely by a table full of  wind-up miniature trains.
In all, I must have spent six to twelve months or maybe more in Scotland. In 1958 we went down – in an Austin A40 Somerset – to London, where the two other sisters of my mother lived and some other family members. One of them was in a wheel chair. He had been a top man in MacKinlay’s Scotch whiskey and was by now very old. That morning my mother had given me a present, a glass paper-weight with colorful flowers in it. When we came to old Uncle Jimmie (his son, Montgomery’s right hand, was ‘Young Jimmie’) I felt sorry for him because of the wheel chair, and showed him my precious new paper weight. ‘What does he want?’ asked Uncle Jimmie, and my mother explained: ‘He wants you to have it.’
Three years later I inherited his silver card-case.

I was brought up bilingual and as a young boy could distinguish between the British and Dutch ways of life. I well remember the bright red colors of  Edinburgh mail-vans and kitchen chairs, and the use of bright green on doors, and what not? It was all less Calvinistic than life in Holland. And Britain was wealthier then, than Holland. I clearly noticed that as well, when five or six years old. My aunt Dorothy once said to me: ‘I have had nothing all my life, only money.’
I was an early migrant, growing up in one culture and regularly sniffing at another surrounding where everything was different. The left side traffic, the strange money system, the white tea… My aunt Dorothy, although very much influenced and bullied by her mother, was the solid rock. She smoked Benson & Hedges gold packs continuously and could be found working in her garden as soon as she had half a chance. My grandmother did the bringing up: ‘Eat your din-dins properly.’
In the early sixties Mother and daughter Dorothy moved to the south near Hastings. I would still visit them regularly, but I had got used to the differences in culture, behavior, taste and life altogether.
I could not always come along with my mother on one of her Scottish excursions. Her four children were then placed in the families of parishioners, friends, sometimes family members, as long as she was hands-free to move about in Scotland, from shop to shop window, from tearoom to tearoom.
I usually went to one family for a few weeks. Good hard working people, devoted to their religion, as good as gold, but it was not quite the same as Queensferry Road. Their family culture differed as much from home as Edinburgh did. On Saturday night a tub was placed in the middle of the living room, and all children used it, the one after the other. As a guest I could go first. After the last bather had been cleaned a greyish watery substance remained foaming in the bath. They sang psalms and hymns at the organ, and would then play board games. Nothing like that at home. The ‘auntie’ who took care of me sang psalms and hymns all day long. She would have spent her very last penny if she could help a hungry tramp. These people were the few true Christians I ever came across. My eldest sister went to school in Haarlem. A friend of my father lived there, an eccentric sculptor and painter. She had to sleep in the attic where plaster models, busts and so on haunted her sleep. My younger sister would stay at another church minister’s house in a village nearby. These people were extremely, pre-war old fashioned. At home we could do anything we liked. But the daughter of this family, studying to be a doctor, had to ask her mother everything: ‘Mum, can I have a banana?’ or ‘Mum, can I have a glass of milk?’ My sister went mad of this fossilized household and she gave us the weirdest examples so as to agree with her. This family was so obsolete that we nicknamed them ‘The Flintstones.’ My brother used to stay at a family where they had five or six daughters, no sons. This was peculiar, because a son would have done well as a successor, as the father had developed a very large horticultural company. He would have liked one of his daughters to merry my bright businesslike brother, no matter which daughter. But it did not happen.
Staying at different families in Holland and tasting Scottish life now and again we noticed that migrating is not just a matter of crossing borders. Behind every front door exists a certain family culture, certain family habits, even a use of language that will differ from the neighbours. There will be different values and mores, the kitchen will testify different cookery books, the music sounding through the living room will not be next door’s. In extreme, one could say, that meeting another person is already a confrontation with a different culture.
If I look at us four children who grew up in our family in the fifteen years following WWII, I can state that three of us became translators. My eldest sister Liz moved to the USA when she was eighteen, in a student-exchange program. We received an American sister from the Iowa family where our own sis stayed for a year. Later our Liz lived in California for some years, and back in Europe married an Englishman. My brother worked in various countries: Luxemburg, Indonesia, Bangladesh, China, Africa. Like myself he can equally well write in English or Dutch. My youngest sister seems to be best settled in Holland, while I traveled widely over the Northern hemisphere. I feel equally at home in the now simplified tea room over the George Street Book Shop in Edinburgh, as in a messy karaoke bar in Quiapo, Manila. I am able to migrate within myself, and would attend mass in Argao, Cebu, which I would never do at home. I felt an earthquake rattling buildings in South Luzon, but I can also easily be rattled by an Elsschot novel in Dutch, written in Rotterdam over a century ago. When her duties as a family mother became less, she went out as a travel guide. By bus, plane or boat she would guide many groups of tourists to Israel, other Mediterranean countries and Mid-European countries. She was witty, funny and spoke all the necessary languages on tour. It was difficult to keep her home. Even when she was very old she made trips abroad to spas and other tourist attraction. She could not be kept from traveling.

I found, that at points I could easier communicate with a New York Porto-Rican lady selling pea soup on the top of the WTC, a partly Arabic Maltese composer, Pilipina factory workers, Hong Kong business people, Soviet-Russian film makers and writers, American opera conductors, an Argentinian poet and a butcher from Mississauga, Toronto, than with my next door neighbours or close family members. Migration does not necessarily exclude nearness. Being physically close does not necessarily imply that there is no gap distancing people from each other. Two people may be far apart within their relation or marriage, even if they grew up in the same culture with similar values, ideas and mores. At the same type, two people, seemingly very different, may compliment each other in harmony. There is no school text book about all this.

We migrate through time and within ourselves. Migration is not just an ethnic or demographic principle. We are not flight numbers or suit-case labels, but individuals. With the ovulation and the ejaculation our lifelong migration begins.


Edinburgh (Leith) captain James Thomson and some family members on his ship, ca. 1880.


                                 


Violinist Elizabeth Lockhart (1921-1999) was Sara's younger sister. Here on a record sleeve. She had a marvellous career for about twenty years. In 1957 she married conductor Anatole Fistoulari. In 1917 he fled from Russia's revolution, during the war he fled from France to England and escaped the holocaust.





Theodore James at 5, spring 1958, kindergarten, Aalsmeer






Theodore, aged 7, at Edinburgh castle, 29 Octobre 1959. At the background the Princes Street monument of the famous romantic Scottish novelist Sir Walter Scott.



poesia de la errancia- seleccion de Aimée G. Bolaños




Allí

                              Descuidada de que me entendam ou não,
                                 falo as palavras,
                                 para mim também e primeiro,
                                 incompreensíveis.
                                                                 Adélia Prado
      
He perdido el centro.
Los mapas interiores están rotos.
Solo en el caos, la escritura
me regresa a la intuición pura.
Allí me espera
la palabra sin forma,
signo del ser deshecho.
Allí  voy al encuentro
de la palabra que no existe,
de la palabra muda
suspendida ante el abismo.


Al margen

Para los antiguos escribas oficiales
era minucia trascendente su labor.
Para los de mi tiempo, a veces,
epigonal  y metafísica.
Entre los claustros ungidos
y la nueva academia del desconcierto.

Pero a pesar de las evidencias
la obstinada escritura de las márgenes
sigue preguntándose sobre lo no dicho,
abre brechas de omisiones elocuentes
escarba y fija sin rituales esotéricos
como el más antiguo de los oficios malditos.


Sin nombre

Sueño con una libertad innombrable
nada que ver con la revolución francesa,
con los movimientos democráticos.
Con los libros existenciales.
Una libertad que no existe en palabras
que no ha sido traspuesta al pensamiento,
movimiento interior del alma pura,
levedad, transida alegría,
resurrección heterodoxa
que nos hace definitivos y cambiantes
dispuestos a transitar sin dolor todas las vidas.

Señora de la sétima morada


Tú sabes que todo es nada.
Conoces los daños de la soledad,
de ese estar con nadie.
Y aunque tu escritura
está hecha de lo indecible,
te deshaces con voz humilde
y no te cansas del coloquio bueno.
Los remedios del sufrir buscas
y extiendes tu obra y esperas.
Del alma dentro de sí
con sus sabrosos dolores,
con su dolor amoroso,
conoces los milagros.
Juntas penas con quietud
y tantas
que tuyo es el júbilo divino.
Tu mundo es de éxtasis
y de braseros
entre la nada y la centella.

Eres árbol de la vida
que está plantado
en la mismas aguas vivas de la vida.

                                                 De El Libro de Maat. FURG: Rio Grande, 2002.



Calixta Rey
(Cuba, 1895-1951)

Quasisoneto


Sueño velado: destierro,
ceiba que cobijas calma.
Halle reposo el viajero
solo a la sombra del ala.

Huérfanos de la tierra amada
sin el signo y la mandala.
De la infinita luz refractada,
apenas la sombra del ala.

No nos engañe el camino
que la errancia es partida,
pero también llegada.

Vivien  Liaños
(Cuba, 1942-1997)

Epitafio

 

Isla infinita,

dame tu piedra quieta,
devuélveme el peso.
                                                              

Aimée G. Bolaños

(Cuba, 1943)

 

me hago de retazos

de innumerables trajes
vestida
ya fui hija
de una isla
mediterránea
y del continente
reclusa y anarquista
lujuriosamente mística
todas las letras
me habitan
inmóvil de tanto viento
de un puerto cualquiera
siempre ahora
estoy partiendo
y partida
los trozos que soy
me navegan
no me busco
en la  historia
telón de fondo
patético
me busco
en el trasiego
de los menudos olvidos
blanca y negra cruzada
me miro
en un cristal irradiante
donde los rostros vuelan
mi discurso es una ráfaga
que me deshace
en infinitos fuegos
mi lengua viajera
estalla
entre la ausencia
y la espera


Alina César
(Cuba, 1962)

Declaración de amor al país natal

Extraña melancolía.
Frágil  desmemoria
que resistirá
el peso de la música
en las aguas territoriales.
Nostalgia de jamás
cuando me habitas.
Jubilosa saudade de ti
como eres
como has sido nunca.

En la paz leve de la noche
te amo con delicadeza.
En el centro del círculo
que te hace perfecto
equidistante de la pasión
te amo en la alegría
del silencio.
En el aire de los vuelcos
inasibles
que es una duda                                                                                       
o el augurio
más allá de las formas
te amo quietamente.
Innombrable y fijo
como una imagen
imposible de sueño borrada,
te amo en cada signo.

Agónica
encendida está la llama
para amarte una vez
y otra.

                                                                  De Las Otras (Antología mínima del Silencio).
                              Madrid: Torremozas,  2004.


Hogar

la puerta de la casa abierta
sueño feliz
de la viajera que regresa
al hogar desnudo
de la isla constante


Morada

mi nueva casa es un puente
sobre un río que pasa
cuando lo atravieso
me sé en verdadera morada

mi nueva casa es un camino
sobre una tierra alada
cuando ando celebro
cada uno de mis pasos.


Autorretrato con aire y en movimiento

                            Regreso a lo mío esta misma noche. Para mí es otro
                el aire que, al envolverme, me esculpe y me da forma.

 Alejo Carpentier
me hago en el aire
topo azul de los viajeros
situado en el centro
de la circunferencia
que un poeta escéptico
llamó Laberinto
o Universo
en su casa vital
me hago habitada
desde adentro
así voy y vengo 
en una torre de tiniebla
sin el menor sustento

con la palabra rauda
vuelvo ahora a lo mío
que es una isla feliz
de aguas interminables
en los dominios del viento


Autorretrato mítico

me tramo en el hogar del universo
cuyo centro imprevisible trazo
hilos entran y salen de mi vientre.
Mientras la espiral de mis ovillos
forma este impar mundo-casa
mi ser dual preso también atrapa
soy celosa protectora de una estirpe            
a cada ciclo de devoración renazco
el sol ciño con redes poderosas
de mí nacidas en gestación solitaria  
para que los fieros amantes de la noche
se reproduzcan en mis confusas tramas
hacedora de infinitos ilegibles
fiel a lo ilusorio del tejido
semejante a lo mismo y  lo diverso
soy la intrincada tela que imagino
Ariadna, Araña, Airò
velada Maya
yo


De Las palabras viajeras. Madrid: Betania, 2010.


Aimée G. Bolaños (Cienfuegos, Cuba). Lectora y escriba de ficción. Ensayista y poeta. Profesora de la Universidad Central de Las Villas y editora de la revista Islas (1968-1997. Doctorado en Rostock Universität, Alemania, y posdoctorado de Literatura Comparada en la Universidade Federal de Rio Grande do Sul, Brasil. Reside en Brasil, donde enseña literatura en la Universidade Federal do Rio Grande, también profesora adjunta de la University of Ottawa. Conferencista en universidades de Açemana, Canadá, Argentina, Brasil, España, Portugal y Francia. Entre sus obras más recientes de ensayo: Pensar la narrativa (2002), Poesía insular de signo Infinito. Una lectura de poetas cubanas de la diáspora (2008). Sus textos críticos aparecen en los libros: Identidades e estéticas compósitas (Porto Alegre, 1999); Globalização e literatura (Brasil, 1999); Esse rio sem fim: ensaios sobre literatura e suas fronteiras (Brasil, 2000;.Antologia de textos fundadores do comparatismo literário interamericano (Brasil, 2001); Historia de la literatura cubana (Cuba, 2002); Refazendo nós (Brasil, 2003); Da mulher às mulheres: dialogando sobre literatura, gênero e identidades (Brasil, 2006); Literatura e emigrantes: sonhos em movimento (Brasil, 2006); Dicionário de Figuras e Mitos Literários das Américas (Brasil, 2007); Imaginários coletivos e Mobilidades (Trans)Culturais (Brasil, 2008); Exploraciones en la narrativa de Luis Cabrera Delgado (Cuba, 2009); La mujer en la literatura del mundo hispánico, volumen 8 (Argentina, 2009). Ha prologado Cambalache (España, 2005) de María José Mures, Otro fuego a liturgia (España, 2007) de Alina Galliano y A Mapmaker’s Diary (EE.UU., 2007) de Carlota Caufield. Textos sobre Dulce María Loynaz, Carlota Caulfield, Alina Galliano, Juana Rosa Pita, Margaret Atwood, Carilda Oliver Labra, Adélia Prado, María José Mures, Mabel Cuesta, Félix Luis Viera aparecen en diferentes publicaciones de Cuba, Brasil, EE. UU., Argentina, Canadá, España, Argentina, México. Sus lecturas de poesía de la diáspora cubana integran numerosos libros, entre ellos, Voces negras de la literatura de las Américas (coorganizadora, en edición). Recientemente escribió sobre el concepto de diáspora para el Dicionário das mobilidades culturais: percursos americanos (Brasil, 2010). Sus poemas han sido incluidos en Sugar Mule, Videncia, Cadernos Literários, Caribe, Vigía, entre otras revistas. También en las antologías recientes: El espacio no es un vacío (Canadá, 1010), Antología de la poesía cubana del exilio (España, 2011) y en el libro de entrevistas Cuba Per Se. Cartas de la diáspora (EE. UU, 2009). Poesía: El Libro de Maat (Brasil, 2002), Las Otras. (Antología mínima del Silencio) (España, 2004), Layla y Machnún, el amor verdadero (España, 2006, en coautoría) y Las palabras viajeras (España, 2010). Se encuentra en proceso de edición Escribas. Actualmente escribe ul libro de poemas Visiones de mujeres con alas y edita un libro de ensayos, en coautoria con Jorge Carlos Guerrero (University of Ottawa). Mantiene una línea de pesquisa en torno a la poesia de mujeres migrantes latinoamericanas  












Aimée Bolaños- reflexion


De la errancia...
Aimée G. Bolaños

Nunca había pensando en errar, ni hubiera elegido ese incierto camino. Fue un destino que me escogió cuando quedé desprotegida. De tanto deseo de ver mundo, de sobrepasar un espacio asfixiante y de penas repetidas, di un salto al vacío que primero fue viaje con retorno y después se tornó interminable jornada de descubrimientos y extravíos. Desde esa experiencia personal, es que imagino la errancia.
Si el estado natural del ser humano es el movimiento, tan ligado al camino de la vida, como tradicionalmente se representa en las cantigas de caminantes y vsiones del alma, tendría que decir que con la vivencia del trecho recorrido he aprendido que errar es caminar sin rumbo, obstinadamente, en el silencio, “haciendo camino al andar” como dice el poeta con los saberes de su poesía.
Para el errante, el camino puede ser un horizonte tentador y, a la vez, callejón sin salida. La errancia es despropósito, fascinación vagabunda. Lleva consigo una tensión y, casi siempre, la renuncia a las verdades establecidas. En ella, la ausencia es interminable y la busca, siendo prometedora, no deja de ser conflictiva y dolorosa porque tiene lugar en un laberinto que tal vez no tenga salida, de modo que más que laberinto pudiera ser caos. Así, el minotauro que vive en cada uno de nosotros busca su sombra errabunda para completarse y con ellas partir hacia lo desconocido. Pero esa sombra en movimiento es escurridiza, habita todos los rincones de la casamundo y ninguno: el minotauro, uno mismo, deambula y se engaña. Palpable aunque volátil, la forma de la errancia muda sin cesar, de modo que si es cierto que existe un centro, nadie sabe aún como llegar a él. Tal vez ese centro sea mutante y sin fondo, un espejismo o apertura en abismo, semejante a aquella circunferencia borgiana llamada universo o como cualquier espejo del camino que duplica al caminante, sin que puedan identificarse las copias de los originales, proyectando cada matiz evanescente de un ser fulgurante.
El errático es aquel que confundió verdades y quién sabe si por eso está a la busca de certezas flexibles, indefinibles, abiertas, acordes a su incesante vaivén vital. Es alguien que privilegia las bondades de la duda productiva, que no es un preguntarse sin fin ni destino, sino una mirada inquisidora, insatisfecha y en perspecitva. Ha escogido la busca y ve en cada sendero bifurcado una nueva posibilidad de conocimiento e identidad.
Un andarillo errante, a diferencia del viajero clásico, no se detiene en el paisaje, sea natural o cultural, ni procura donde inscribirse porque ya ha ido más allá de sus raíces. También diferente del nómada, aunque muy parecido, no ha hecho de su movimiento identitario el rasgo definitorio de una etnia o comunidad. Se sabe solo y desposeído, va ligero y, aun apreciando los espacios y temporalidades, se sabe de tránsito, pasajero, itinerante. No se define por la emigración o el exilio en el estricto sentido político, sociocultural, aunque puedan situarse como punto de partida y guarde siempre un sentido profundo de exilio existencial. Perdida la matriz, va con ella simbólicamente, interiorizada la matria, ya reducida a lo esencial. Dentro de él, algo está roto sin concierto, si bien no desiste de los nuevos conocimientos y vislumbres en su trashumancia real y simbólica. Sus saberes son menos del arraigo que de los espacios, por descubrir. Y al traspasar cada uno de esos espacio de su errancia, traspasa también los significados que le fueron atribuidos. Sabe que todo es frágil, precario, efímero, pero esa inconstancia es la forma de si mismo y su camino.
Errar es condición humana principal. Inmóviles y ciertos, ¿qué seríamos?