Testimonio de Edith Lomovasky-Goel



Cuando pienso en los desplazamientos geográficos, descubro que todo tiene que ver con todo. O sea: los pasos dictan el color de las palabras. Si tengo que pensar en actos o momentos que me definen, siempre me reencuentro con acercamientos o distancias.

En mi caso, haber nacido en Adrogué, una localidad de la provincia de Buenos Aires, de arboleda densa y palacetes cansados, le da un temple a mi vida adulta, una sed insaciable desde este desierto israelí empeñado en florecer.

Mis cuatro abuelos llegaron a Argentina a principos del siglo XX escapando de los pogroms y de la discriminación que el ejército zarista hacía contra los soldados judíos. Hablaron un idish fluido y un castellano muy incipiente hasta el final de sus vidas. Como no pertenezco a una rancia estirpede la comunidad judía, si me remonto en la genealogía no creo que llegue a descubrir nada "destacado". Mis antepasados, fronterizos entre Polonia y Rusia Blanca y de Besarabia, vivían en shtetls, pequeños pueblos rusos habitados por judíos. Nunca aprendieron el ruso, no terminaron la escuela primaria. Eran trabajadores manuales y también hubo músicos. Mi bisabuelo materno fue un Mitnagued jasídico, un buen judío. Hasta aquí todo lo que sé. Creo que recibí un mensaje velado de mis padres: ser completamente de "aquí", argentina. Yo no contemplaba ninguna otra opción. Me aplicaba a los estudios para ser "alguien". Pero ¿Quién?

En Adrogué no conocí otros judíos que unos primos. Me sentía distinta, objeto de una mirada desconfiada de todos mis compañeros de escuela católicos. También los envidiaba.

A los nueve años me mudé a la capital. Me atraían el puerto y los barcos de bandera extranjera. Lo único que logro recordar eran algunas pequeñas embarcaciones yugoslavas. Los marineros hablaban una lengua lejana. Rubios, de piel tostada. No movían nada en mis fibras. Pero siempre pensaba que quizás, en mi próxima visita... Entonces yo no sabía que mis abuelos habían llegado en un transatlántico desde Europa a ese mismo puerto. A lo mejor ya lo había leido en el subtexto de nuestras repetidas e interminables charlas .

Mi abuelo rememoraba el paisaje de las colonias de Santa Fe, en las que había sido jinete judío colonista en Moisesville y había compartido el fogón, fascinado por los relatos de los campesinos criollos sobre "la luz mala". Mi abuela, en cambio, tenía esa letanía que siempre me dolía en el cuerpo. A los once años se había tenido que separar de su madre al venirse de Rusia a Argentina. Su madre no cumplía los requisitos de Inmigración porque sufría de alguna enfermedad. Ese corte fue una herida expuesta a la vista de todos, como justificación y motivo de una melancolía crónica. Los parientes que habían quedado allí lejos se borraron de todos los mapas durante la Primera Guerra Mundial.

Lo que más me gustaba de Buenos Aires era caminarla de punta a punta, sola. Y escaparme escaparme escaparme.....Los libros novelados me ayudaron a ser hija del mundo. Leía narrativa argentina y europea. Ahí me sentía en casa. Durante mi curso de ingreso a Filosofía y Letras, un año después de terminar la secundaria, mis padres empezaron a organizar nuestra emigración a Israel. El motivo fue la situación de desempleo de mi padre, a los cincuenta años de edad en un país que desprotege al ciudadano, sin leyes de seguro social que rescaten y valoren toda la contribución de una vida laboral. Quedaba algo así como pedir limosna o nada. La noticia de nuestro viaje me causó cierto regocijo porque yo pensaba sólo en el trayecto en barco durante un mes hasta llegar a Haifa. Nunca quise llegar. El viaje fue para mí una aventura fascinante, que despertó una nueva sed y confirmó cierta saudade inexplicable, mis ganas de ir por el mundo y no anclar jamás. Conocer otras lenguas, otras culturas, atesorar amigos...

A pesar de ser por fin una ciudadana de primera clase, revancha a los siglos de marginación de mis ancestros, mis coordenadas de inmigrante no concuerdan con las de la mayoría de los argentinos judíos que llegaron aquí respondiendo a un sueño de pertenencia o a un ideal sionista. Yo era y soy una ignorante respecto a la cultura y la religión, no me identifiqué jamás con el espíritu de los movimientos juveniles y la aspiración de crear "un nuevo judío", borrando las vidas anteriores en su país natal. Comprendo perfectamente los imperativos del pueblo judío y especialmente a los sobrevivientes de la Shoá. Claro que debían reinventarse, gestar una dignidad como punto de partida.

Mi migración fue forzada, por motivos económicos. Así de simple, poco glorioso, poco heroico. Esto causa incomodidad a mucha gente que me escucha. Tampoco me considero una "olá" ( algo así como "ascendiente" en hebreo, alguien que emigró y ascendió a un lugar más alto que el de su país de origen). Mi escritura poética es en castellano, mi lengua materna, aunque mi hebreo me permitiría expresarme enteramente. Escribo sobre la vida aquí y ahora. Los ciclos de las festividades judías en Israel me despiertan constantemente hacia la reflexión. Este desierto se oculta detrás de un verdor y una velocidad extenuantes. Hay en este lugar una necesidad de hacer hiperbólicamente, a seguir adelante sin mirar atrás ni a los costados. A resarcirse de todo lo que no fuimos. A no leer las historias de los otros. EnIsrael, país de migraciones por excelencia, la gente esconde historias de vida que superan toda ficción. Ese es un tesoro que hay que salvar.

Vivir en Israel tiene un efecto complejo en mí: por un lado, por fin soy una ciudadana de primera clase. Si bien en Argentina nunca sufrí directamente de ataques antisemitas, siempre se me marcaba. Cada vez que tenía que llenar un formulario buscando trabajo, leía el hueco de "religión" y me sentía descartada a priori, amenazada, con una sensación de incomodidad en la mano que escribía, en el brazo, en las rodillas. Aquí no. Ya no siento la necesidad de usar mi estrella de David en el pecho. Si bien en Israel me registran con una sonrisa por mi acento imborrable de "gringa hispanohablante", esto no me discrimina y es una gran diferencia. Se me considera un objeto simpático y agradable , relegada a ser música de fondo. Esto me disgusta profundamente : el castellano en Israel goza de una popularidad engañosa, limitada al ghetto de la telenovela, la salsa, el asado y los tacos. Asfixiante a ratos, humillante. Otra vez gringa, otra vez "no de aquí".

Al escribir en castellano no soy nostálgica sino que elegí. Esta elección tiene un alto precio, ya que no es la lengua hegemónica- hebreo-. Eso implica estar excluida de los círculos intelectuales locales de por vida.

Mantengo con mis raíces un diálogo ininterrumpido que intenta armar el caleidoscopio. Ahora me siento de una sola pieza en el mapa de mis tribulaciones. Soy conciente de la riqueza acumulada a lo largo de los años debido a la danza invisible de mi movimiento y la musica de las lenguas. Aspiro a ganar junto a ustedes, lectores y escritores, una mirada capaz de atesorar todas las tonalidades, desde lo entrañable hasta lo abyecto y sobre todo, una memoria para decir lo que silenciamos o repetimos sin haber sido nunca oidos de verdad.

Todos los seres humanos debemos recuperar la dignidad, el autorrespeto, el respeto a los otros. Debemos ser visibles y oidos. Somos lo que somos: nuestros desplazamientos y nuestras palabras nos definen. Por eso creo en los testimonios personales e insto a todos los que migraron a dejar aquí su marca.

8 comentarios:

  1. Es magnífico este testimonio. Música para mis oídos.

    Lourdes

    ResponderEliminar
  2. muchisimas gracias, Lourdes! ahora el tuyo....aceptas la invitacion?

    ResponderEliminar
  3. Edith, gracias por compartir tu pensamiento y tu emoción. Felicidades, ciudadana del mundo!

    ResponderEliminar
  4. Gracias Edith, por estas palabras tuyas y gracias por ser quien eresl por ello es que me siento cerca tuyo como migrante y muy honrada de ser tu amiga, no me cabe duda que este sera un trabajo ejemplar, una recoleccion importante, historia viva, heciendose aun, en progreso. Hasta lueguito entonces....

    ResponderEliminar
  5. Liz querida: todos y todas las que experimentamos migraciones en nuestras vidas tenemos un tesoro para compartir, muy valioso. Me consta que la gente esta sedienta por compartir y a veces no se atreve...cree que hay que ser escritor o haber vivido alguna proeza... Lo que hiciste con las mujeres de Ensenada, por ejemplo, es una maravilla. Aqui las espero a ustedes tambien

    ResponderEliminar
  6. Gracias, Eugenia. El espiritu de este archivo es tal como lo dices. Te espero a vos y a toda la gente que conozcas con su propia historia- los momentos que quieran compartir con este ciberespacio. El merito lo ponen ustedes con la presencia y la palabra. Hasta pronto!

    ResponderEliminar
  7. Querida Edith: aunque no nos conocemos sino por internet, o por eso mismo, me interesó mucho tu relato de ser migrante. Nunca he estado en Israel, o sea, no sé como se sentiría una allí; y aunque tengo muchos excelentes amigos y amigas judíos en Argentina, nunca ninguno me había comentado que se sintiera en ese país objeto de discriminación, al menos por razones 'de religion'.

    Creo que lo enterior es un ejemplo de cuánto aprenderemos de tu experiencia y de este blog, que nos invita a reflexionar sobre cosas que no imaginabmos acerca de otros y otras.
    Y por ello, muchas gracias.

    Un abrazo de
    Marta Zabaleta
    Londres

    ResponderEliminar
  8. Qué hermoso testimonio. Yo también viví mi infancia en Adrogue. Un abrazo.

    ResponderEliminar